¿Quién no se ha olvidado alguna vez el teléfono móvil en casa o en el coche y ha sufrido cierta ansiedad por no tenerlo encima? Es algo normal. En una sociedad hiperconectada como la nuestra, los dispositivos inteligentes se han convertido en nuestros compañeros de bolsillo y de vida, y nos acompañan allá donde vamos. Ahora bien, si nuestra dependencia es muy grande y no podemos pasar sin ellos, si somos esclavos del smartphone, entonces podríamos sufrir ‘nomofobia’.
La fobia es un temor fuerte e irracional a algo que representa poco o ningún peligro real. Existen muchos tipos de fobias, clasificadas dentro de los trastornos de ansiedad. Por ejemplo, a las alturas (acrofobia), a los espacios abiertos (agorafobia), a los espacios cerrados (claustrofobia), a coger un avión, a los animales o a la simple visión de unas gotas de sangre.
En el caso que nos ocupa, el de las nuevas tecnologías, se trataría de un miedo irracional a estar sin teléfono móvil o a quedarse incomunicado sin internet.
El término nomofobia es un acrónimo de la expresión inglesa “no-mobile-phone phobia”, que se atribuye a un estudio realizado en 2011 por el departamento de correos británico, el Royal Mail, y el instituto demoscópico YouGov para evaluar la relación de los usuarios con los teléfonos móviles.
Muchos expertos niegan la existencia de la nomofobia porque no tiene amparo científico y acaba ‘patologizando’, con las implicaciones que eso tiene, lo que no sería una adicción, sino una dependencia excesiva. Lo que es indudable es que este uso problemático del smartphone está cada vez más extendido. Y, en algunos casos es muy preocupante, sea o no una adicción reconocida, con consecuencias muy perjudiciales.
Así, podemos reconocer en los afectados una serie de patrones comunes: miran de manera constante el móvil para ver si han recibido algún mensaje, sacrifican horas de sueño para permanecer activos en las redes sociales, siempre están pendientes de localizar un enchufe para cargar la batería, evitan ir a lugares donde no hay cobertura y no apagan el móvil en ningún momento.
Si no pueden hacer uso instantáneo del dispositivo inteligente, pueden experimentar síntomas como ansiedad, nerviosismo, un estrés elevado, taquicardias, dolores de cabeza o de estómago e, incluso, ataques de pánico.
Esta alta dependencia les lleva a modificar sus rutinas (retrasar el sueño o comer más rápido para coger el terminal), a alteraciones del comportamiento (se muestran más irritables) y a sufrir interferencias en su concentración y atención, lo que puede afectar a su rendimiento laboral y/o académico.
Con respecto a la socialización, se acaban aislando, abandonando ciertos hábitos como reunirse con amigos o charlar con la familia, lo que desemboca en la pérdida de relaciones interpersonales y en la dificultad para establecer nuevos lazos afectivos. Como consecuencia de ello, pueden experimentar sentimientos de tristeza, culpa y frustración.
Esta dependencia o adicción puede afectar a personas de todas las edades, aunque es más común entre los adolescentes, nativos digitales que, además, se encuentran en una etapa crítica de su evolución y maduración personal.
De acuerdo con los expertos, algunas personas son más vulnerables que otras, sobre todo aquellas con baja autoestima y dificultades para regularse emocionalmente y relacionarse.
Para evitar que este problema afecte a nuestro bienestar físico y mental, es necesario tomar conciencia de él e ir reduciendo progresivamente la exposición al móvil. Se trata de hacer un uso racional de él, a la vez que se recuperan o instauran actividades beneficiosas para escapar de esa ‘prisión’ en que se convierte el mundo virtual: salir más, quedar con otras personas, practicar deporte...
En el caso de los menores, los padres juegan un papel fundamental para vigilar que se cumplen unos determinados tiempos y pautas de exposición. Además, deben predicar con el ejemplo.
Y si uno no es capaz de superar el problema o su dependencia va a más, no hay que dudar en pedir ayuda al entorno. Las nuevas tecnologías suponen un gran avance y nos facilitan mucho la vida, pero hay que establecer una relación sana con ellas.
Por Patricia M. Liceras
Imágenes: Luke Porter (Unsplash)